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En 1984 Amancio Villatoro y Sergio Saúl Linares fueron capturados y desaparecidos. Parecía que la tierra se los había tragado y así fue: encontraron sus osamentas en un antiguo destacamento militar casi tres décadas más tarde. Estas son sus historias.

Por Susana de León sdeleon@elperiodico.com.gt

Estar allí es como llegar a un eterno velorio, el museo dedicado a las víctimas del Dossier de la Muerte: el diario militar. Decenas de fichas con los nombres y la información de las víctimas tapizan una de las paredes, y al fondo descansan en una urna de cristal los restos de Amancio Villatoro, del sindicalista desaparecido en 1984.

María del Rosario Bran, su esposa, lo buscó en morgues, hospitales y cárceles, sin obtener noticias de su paradero. Incluso esperaba volverlo a ver al firmarse la paz; asistió a la Plaza de la Constitución con la esperanza de encontrar su rostro entre la multitud. Más de dos décadas y no se daba por vencida hasta ese día en la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG). “Una de las osamentas halladas en el antiguo destacamento de San Juan Comalapa, Chimaltenango, coincide con la muestra de ADN que ustedes aportaron, es Amancio”.

Ante la noticia la familia enmudeció, en ese momento no mostraron ninguna emoción. “Es difícil explicar lo que sentí, fue felicidad por haberlo encontrado, y tristeza porque estaba muerto”, dice Samuel Villatoro, el menor de los hijos de Amancio, que en el momento de su desaparición tenía 8 años. El duelo de los Villatoro estaba cerrado.

El director de la FAFG, Fredy Peccerelli, también se reunió con la familia de Sergio Saúl Linares, un excatedrático de la Universidad de San Carlos, desaparecido también en 1984. “Tenemos noticias de Saúl”. Sus restos fueron encontrados en la misma fosa que los de Amancio.

Los destinos de Villatoro y Linares se enlazaron con el código de la muerte: 300, igual a “el prisionero ha sido ejecutado”. Dos mentes brillantes que se apagaron el 29 de marzo de 1984 en un destacamento militar en San Juan Comalapa, Chimaltenango.

¿Quiénes eran Amancio Villatoro y Saúl Linares? Hijos, padres y esposo de alguien. Profesionales, compañeros de trabajo, amigos. Todos ellos describen las vidas de a quienes no dejaron de buscar.

El sindicalista

El sol no permite que el joven alto y atlético pueda abrir bien los ojos del color de la miel. Tiene puesto unos pantaloncillos cortos y una camisa de manga larga, sus pies descalzos; de fondo, un balneario. El cabello castaño y ondulado peinado hacia un lado. La fotografía data de 1961, el retrato de Amancio Samuel Villatoro a los 25 años. Nació en Malacatancito, Huehuetenango, el 11 de diciembre de 1936, hijo de agricultores que migraron a Nebaj, Quiché.

Una mañana los Villatoro se llevaron una gran sorpresa al ver en el umbral de su puerta a Amancio, de nueve años. Había caminado durante cuatro días desde la finca bananera donde sus padres lo dejaron para que trabajara, hasta Nebaj: “los patrones son muy crueles”, les dijo sin más. La historia la escucharon años después Sergio, Néstor, Silvana, Samuel y Norma, sus cinco hijos, de boca de su abuela.

Amancio aprendió a leer y escribir a los 22 años, cursó primaria y secundaria por madurez, y el bachillerato en el Colegio Italiano, una beca de la fábrica donde trabajaba, Chiclets Adam’s. Ya padre de tres niños, se inscribió en la facultad de Ingeniería en la Universidad de San Carlos.

Por aquellos días la plaza de Gerente de Mantenimiento estaba libre, el sueldo era atractivo y las prestaciones también. “Villatoro” fue el primer apellido que salió de la boca de los directivos; sin embargo, existía un problema: Villatoro no quería ser jefe de sus compañeros, recuerda Antonia López, antigua compañera de trabajo. “Amancio creía que era una táctica para desarticular el sindicato que había fundado”. Renunció al empleo al que llegó de veinte años y donde se formó como sindicalista. Continuó como asesor en la Central Nacional de Trabajadores (CNT).

“Si un día me matan y me encontrás tirado en la calle, no me vayás a recoger. No quiero que les pase nada”, solía repetirle Amancio a su esposa, María del Rosario Bran. En 1982 había sido amenazado en una de aquellas listas publicadas en medios escritos de supuestas personas fallecidas. “Mi padre no era uno de esos padres que jugara con sus hijos, pero siempre nos hacía conciencia de las necesidades en el país”, recuerda Samuel, su hijo.

Semanas antes de su desaparición, como si lo intuyera, Amancio les dijo a sus hijos un poco en broma, un poco en serio: “Por este gran relleno (en la muela izquierda) me van a poder identificar si muero”. La suerte de Amancio Villatoro estaba echada, era el número 55 del Diario Militar.

En casa su esposa atendía una pequeña librería. “Tengo una junta con un compañero, cuando salga paso por los materiales que hacen falta en la librería”. Como era costumbre Rosario alistó un pantalón Levi’s, una camisa tipo polo blanca y sus mocasines favoritos, así vistió para la cita de la que nunca regresó aquel 30 de enero.

Samuel, de 8 años, insistió en acompañar a su mamá a la parada del autobús para esperar a su padre. Pero no llegó, solo alcanzaron a ver una panel blanca y un sedán. Regresaron a la casa por otro camino, minutos después de cerrar la puerta entraron hombres de guayaberas y pantalón blanco, armados, algunos con la boca tapada con un pañuelo, como los bandidos del viejo oeste: “Este es un asalto, no les vamos a hacer nada si cooperan. ¿¡Dónde está el cuarto!?” Solo se llevaron los papeles del Sindicalista.

Álvaro Sosa, antiguo secretario del comité ejecutivo de la CNT, fue el último en verlo. “Barbado, sin color, con las manos atadas, se veía acabado”, lo describe. Los confrontaban para reconocerse. Lo cual no hicieron. “Fue la despedida, su mirada era un ‘estamos jodidos’”, recuerda Sosa, quien logró escapar dos días después.

Rosario y sus cinco hijos lo buscaron los siguientes 5 meses, de allí partieron al exilio, a México. Sobrevivieron 12 años gracias al apoyo de sindicalistas, amigos de Amancio, el que siembre contaba chistes, el que se negó a ser jefe de sus compañeros, el que sus restos descansan en una urna de cristal a la vista del público. Las pruebas de ADN eran positivas: la osamenta que se encontraba frente a ellos era la de Amancio. Un relleno en la muela derecha y el pantalón Levi’s fueron las pruebas que convencieron a los hermanos Villatoro.

“Decidimos que sus restos descansen en el museo para que las nuevas generaciones conozcan su historia y se animen a cambiar el país”, dice Samuel. Esboza una sonrisa semejante a la de su padre en una de esas viejas fotografías.

El líder estudiantil

Como quien cruza el umbral de una puerta, un joven lanza una mirada de reproche a su fotógrafo. Está listo para sonreír pero el autor de la obra, Aquiles, su hermano, presiona el obturador antes de tiempo. El veinteañero tiene ojos oscuros, nariz pequeña, bigote, cabello rizado y unas gafas de moda: cuadradas y amplias. Viste una camisa a cuadros, su estampado favorito.

El del retrato es Sergio Saúl Linares, un antigüeño que nació el 9 de julio de 1953. Eran los años sesenta y las melodías de protesta estaban de moda; los aires de libertad y el idealismo empezaban a tener eco en las secundarias y universidades. Con su guitarra las interpretaba, lo mismo que canciones de moda con el grupo “Los Belmont”, que tenía con sus amigos.

Saúl era el menor de 6 hermanos. Su carácter noble y tranquilo hacía que se ganara la simpatía de quien lo conociera. Eso sí, “siempre fue muy reservado”, reconoce su hermana Mirtala. Sus compañeros de facultad, ahora convertidos en catedráticos universitarios, hacen hincapié en la inteligencia de Linares: a sus 23 años propuso un sistema de procesamiento electrónico de datos para beneficiar a más de 10 mil estudiantes.

La tesis surgió cuando el joven se enteró de que solo 47 de cada cien alumnos aprobaban los cursos en ingeniería en la Universidad de San Carlos (USAC). Se debía a la deficiente educación en los departamentos, lo que observaba en el desempeño de sus compañeros de estudio, eso lo impulsó a investigar el tema, y lo comprometió con el movimiento estudiantil. Se convirtió en un líder respetado y agradable, recuerda María Alejos, por entonces representante ante el Consejo Superior Universitario, de la entonces Escuela de Psicología de la USAC.

Su trabajo de tesis le garantizó una beca, un posgrado en informática, en Iowa, Estados Unidos, de donde regresó teniendo 25 años. Otra puerta se abrió aquel año, se convirtió en el primer Jefe de Informática en el Instituto de Fomento Municipal (INFOM). Al mismo tiempo era docente de la facultad de Ingeniería de esa casa de estudios.

El viernes 24 de febrero de 1984, salió del INFOM hacia la universidad a impartir su cátedra. Pero de nuevo la panel blanca apareció, dos testigos –un vendedor de dulces y uno de hot-dogs– vieron cuando varios hombres lo metieron a la fuerza en el vehículo. Raquel Morales, una de las fundadoras del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), la madre de Saúl, empezó su largo recorrido por hospitales, cárceles y la morgue.

Publicó cartas en periódicos suplicando la liberación de su hijo, también las pegó en postes del cableado eléctrico. Nadie le daba razón del joven de 30 años que salió de su casa con una camisa de cuadros negros y blancos, suéter celeste y pantalón de vestir.

Transcurrieron varios meses cuando un familiar les confió lo que escuchó de un joven militar amigo suyo: “Un hombre ciego y en silla de ruedas se encontraba en uno de los cuartos de prisioneros en los que estuve. Al principio pensé que era otro más, pero después supe que se trataba de Saúl”.

Raquel murió en mayo de 2010, no alcanzó a escuchar la llamada de la FAFG, que les informó del paradero de Saúl: en una fosa común junto a otros cinco cuerpos, entre ellos el de Amancio Villatoro. Al entierro pospuesto por 28 años acudieron amigos, compañeros de organización y líderes estudiantiles que llevaron en hombros sus restos al mausoleo familiar donde descansa también Raquel, su madre.